jueves, 23 de octubre de 2008

Sobre Elogio de la Diversidad: Gerardo de la Fuente

Alabanza de lo plural, malestar de la filosofía.

Gerardo de la Fuente

I
El Elogio de la Diversidad de Héctor Díaz-Polanco -Premio Internacional de Ensayo 2005 de la editorial siglo XXI- constituye un largo, profundo, prolijo y fundamental recorrido propedéutico, una verdadera profiláctica intelectual, hacia el pensamiento de aquello que desde ya se presenta para el autor como digno de encomio y alabanza: la diversidad del mundo, la multiplicación de los colores y las particularidades; la pluralidad de las costumbres y lenguas, en fin, las múltiples formas que, hubiese dicho Aristóteles, posee el Ser para decirse. Díaz-Polanco, en efecto, parece gozar con la diversidad y la presencia de ese disfrute llega a constituirse en un presupuesto trascendental, en una condición pura de posibilidad para comprender los momentos más complejos, profundos y arriesgados de sus argumentaciones. El elogio de lo diverso, mas allá de ser el título del texto, es su raigambre y entramado, la matriz misma de su concepto.

II
Porque ama lo diverso, porque a partir de su vivencia comprometida de la pluralidad de las culturas ha enhebrado, a lo largo de los años, una postura político intelectual -el autonomismo- que se muestra cada vez más explicativa y potente al interior del fárrago efectivo de la transformación del mundo, Díaz-Polanco parece sorprenderse de que ese afecto suyo por la multiplicidad no sea compartido por los pensadores de las causas primeras, al grado de que los filósofos, especialmente los filósofos modernos, podrían caracterizarse, en conjunto, por su denegación del pensamiento real de lo plural.
Elogio de la Diversidad es la expresión de un agudo malestar con la filosofía. A lo largo de sus páginas los interlocutores principales del autor son conspicuos miembros del gremio de los amantes de la sabiduría, comenzando por Immanuel Kant y John Rawls, pasando por Charles Taylor, Michael Walzer y otros multiculturalistas, para culminar en Toni Negri y Michael Hardt. ¿Qué es lo que tienen en común todos estos autores, por otra parte tan diferentes desde tantos puntos de vista? Su incapacidad, diría Díaz-Polanco, para aprehender la diversidad en cuanto tal, sin concebirla como un derivado o suplemento secundario en relación con lo único que, al parecer, son capaces de discernir los filósofos y que es el tema al que subordinan todo: el individuo y su supuesta prioridad incuestionable.
El autor examina cuidadosamente un dispositivo nodal en la erección del individualismo como fulcro del filosofar moderno, el contractualismo, en dos de sus grandes versiones, la clásica de Kant, y la contemporánea de John Rawls. En ambos casos Díaz-Polanco desvela con agudeza y pertinencia cómo la escenificación contractual despoja al supuesto sujeto contratante de toda raigambre social, de cualquier vinculo comunitario y ya desnudo lo erige como la representación universal de lo que el ser humano es. La particular forma de individuación de la sociedad burguesa se presenta, en las argumentaciones de molde kantiano, como si fuera la cristalización eterna y esencial del hombre. Pero tal resultado acontece porque el pretendido universalismo encuentra lo que él mismo pone; la estrategia filosófico-argumental primero construye al ser aislado como centro y luego se maravilla por su presencia.
La deducción de los principios de la justicia por parte de Rawls ocupa buena parte de las páginas del Elogio de la Diversidad. Dos elementos en particular merecen el desmenuzamiento crítico, a saber, el carácter de la “posición originaria” a partir de la cual los hombres acordarían los principios de la justicia, y el contenido de esos mismos preceptos. No puedo seguir aquí las sutilezas y meandros de la prolija deconstrucción que hace Díaz-Polanco del tejido rawlsiano de Teoría de la Justicia. Resumamos subrayando que nuestro autor enfatizará la forma en la que el “Velo de ignorancia” al que se someten los que pactan la justicia tiene como condición la eliminación de cualquier vestigio de diversidad, de cualquier huella de vínculo comunitario, como si la pluralidad cultural fuese un obstáculo, a priori, para el logro de la sociedad justa; y en segundo lugar, la justicia rawlsiana, como consecuencia de la prioridad absoluta que otorga al individuo desarraigado, acaba postulando una jerarquía incuestionable de los preceptos de la libertad sobre los de la igualdad.
Esta subordinación-postergación de lo igualitario acaba convirtiéndose en el emblema de una forma de razonamiento que, más allá de la filosofía académica, amenaza con convertirse, afirma Díaz-Polanco, en una ideología avasallante, un verdadero pensamiento único: el liberalismo.

III
Las rectificaciones teóricas que en la obra rawlsiana marcan el paso de Teoría de la Justicia (1971) a Liberalismo Político (1993), constituyen para Díaz-Polanco síntomas, en el terreno del pensamiento, de cambios acontecidos en la sociedad capitalista en relación con la valoración y funciones de la diversidad.
En efecto, a contrapelo de los augurios que en la globalización diagnosticaban una era de homogeneidad, los tiempos que corren han visto renacer las identidades, con frecuencia en la forma de reivindicaciones enfáticas y conflictivas, y sobre todo han visto aparecer una cierta forma de reaccionar, taimada, del capital frente a lo diverso, que consiste en el afán de refuncionalizarlo; promover lo múltiple para engrasar la maquinaria de la ganancia, la universalización de la mercancía a través de su adecuación geográfico cultural. La hamburguesa con chile jalapeño. Al parecer no hay nada más sensible a las diferencias que una empresa transnacional.
Héctor Díaz-Polanco se revuelve y rebela. Va a buscar, por ello, las raíces más abstractas y profundas que han fomentado la consolidación y difusión de este capitalismo etnofágico, digeridor de diversidades. Y encuentra la fuente, otra vez, en la filosofía, en el liberalismo.
A contramano de las etiquetas y modas de lo políticamente correcto, nuestro autor se arriesga a denunciar en la mayoría de los desplantes multiculturales contemporáneos, la presencia larvada, pero por ello extremadamente eficaz, del molde liberal. De hecho, si hubiese que resumir en una frase el contenido nodal del libro que nos ocupa, ella podría enunciarse así: el multiculturalismo es la fase superior del liberalismo.
Levantar la voz contra las buenas conciencias multiculturales de nuestro tiempo es un gesto intelectual y políticamente arriesgado. Probablemente en cualquier otro autor la sola insinuación de algo así provocaría estigmatizaciones inmediatas. La vida y la obra de Héctor Díaz-Polanco, sin embargo, comprometidas ambas con los pueblos indios y las luchas emancipatorias de los diversos, otorgan a sus palabras una autoridad especial y le brindan a la vez una plataforma crítica -un horizonte de interpretación, dirían los hermeneutas-, particularmente potente para descubrir, en los debates actuales sobre la cultura, aspectos que los intelectuales sólo de cubículo difícilmente captarían.
Lo que en primer lugar su práctica -ese gozo por lo diverso de que hablábamos al principio- y en segundo el examen crítico acucioso muestran al autor, es que la pluralidad a que se refiere el multiculturalismo constituye la puesta en escena de una noción del Otro, del diferente, domesticada, disminuida, recortada a la medida de las necesidades de reproducción del capitalismo global. Cualquier diversidad es permitida, e incluso fomentada, siempre y cuando no ponga en cuestión los fundamentos mismos de la explotación capitalista. En el mainstream de la propaganda sistémica, la cultura se separa radicalmente de la economía y comienza a funcionar como una denegación de las esferas de la producción y la distribución. Incluso lo cultural se politiza al extremo y se nos dice que el conflicto de hoy es de civilizaciones, de visiones del mundo –que, si acaso, la ganancia y el plusvalor fueron un ya perimido monstruo de la razón.
Héctor Díaz-Polanco demuestra contundentemente, a mi parecer, que una de las fuentes ideológicas de esta diversidad domesticada, de este capitalismo etnofágico que digiere culturas en el momento mismo en que las ensalza, es el multiculturalismo teórico filosófico elaborado en los centros académicos del norte en los últimos veinte años. Nuevamente no puedo detenerme aquí en el tejido fino de la argumentación diazpolanquiana; sólo diré que la misma se enhebra con un rigor digno del reto asumido de cuestionar algunos artículos de fe caros a las buenas conciencias. Destaquemos únicamente la conclusión según queda demostrada en el texto: el multiculturalismo es una forma del liberalismo en la misma medida en que, a pesar de todo, deja intocada la prioridad absoluta del individuo y continúa con la postergación de la igualdad en favor de la libertad. Las dos notas estas, decíamos arriba, que caracterizan al pensamiento liberal en su núcleo.

Para el multiculturalismo al uso, las diversidades son opciones simplemente individuales; vestidos a la mano con los que entidades aisladas y sustanciales pueden vestirse, o no, a la voz de su capricho o voluntad. Las pluralidades, las culturas, no existen por si mismas ni son constituyentes de los individuos. No son maneras de habitar la vida sino estilos; son variaciones de la "vida buena" por las que cada quien puede optar, pero en el fondo la única buena vida es la del individuo en su soberana autosuficiencia solitaria.
Por eso no es cierto que haya ruptura real entre el primer Rawls -el de la deducción cuasi trascendental de la justicia- y el segundo -el del cuasi historicista consenso traslapado de las culturas. En ambos casos el individuo-subjetividad del capitalismo está en la base de lo que se pretende sea eminentemente la justicia. Entre liberalismo y multiculturalismo hay, sobre todo, continuidad.

IV
Es comprensible la molestia de Díaz-Polanco con la filosofía moderna pues, en efecto, algunos aspectos de su discurrir histórico, particularmente la noción de Sujeto que por lo común la subtiende, han sido tomados, sin una deconstrucción mayor, del entramado jurídico y las prácticas generales de la sociedad burguesa (como mostraron convincentemente Friedrich Nietzsche y Louis Althusser entre muchos otros). También es notable y digno de resaltar el propósito del autor de sostener su debate precisamente al nivel más alto de abstracción y elaboración teóricas, pues considerar a la filosofía como lugar eminente e incluso decisivo del conflicto social, es un punto de vista que remonta a las tradiciones más importantes del pensar de izquierda, comenzando por Marx, desde luego, con su llamado a transformar el mundo, pasando por Lenin, Gramsci y el ya mencionado Althusser, quien en su momento definió, duramente, el ámbito filosófico como el espacio de la "lucha de clases en la teoría". Elogio de la Diversidad nos recuerda así, incluso a los filósofos profesionales, una manera de filosofar con el martillo que con frecuencia olvidamos en los pliegues del academicismo y la inercia escolar.
Me parece, sin embargo, que en su afán polémico, en la urgencia de su pensar, Díaz-Polanco es con frecuencia injusto con la filosofía en general y con algunos de los autores que enfoca, especialmente con John Rawls. Y es que el trabajo del filosofar es escurridizo para el examen crítico porque ninguno de sus protagonistas principales es, no puede serlo, un apologista sin más del mundo dado. En algún momento Lucien Fevbre observó que quienes en la historia se dedicaron a ensalzar a ultranza a la sociedad capitalista acabaron produciendo religiones, mientras que los pensadores que mantuvieron algún tipo de distanciamiento respecto a ella devinieron productores de filosofías.
El tema es complejo y delicado pero el liberalismo, por ejemplo, suele poseer un aspecto libertario no reductible sin más a la defensa del capitalismo y su cultura. El contractualismo clásico, el de Kant que estudia Díaz-Polanco, si bien puede ser tildado como lo hizo Marx de "robinsonada", o bien puede ser denunciado por nuestro autor (y antes que él por Hegel) como un particularismo disfrazado de universalidad; si bien, digo, se le pueden hacer esos y muchos otros cuestionamientos, también es necesario reconocer que la argumentación contractual clásica posee una potencia crítica extraordinaria en la medida en que establece que el único criterio de legitimidad de una sociedad es el consentimiento racional y lúcido de sus miembros. Y este rasero crítico es tan fuerte que hasta el día de hoy ninguna formación social ha podido superar su desafío: ¿si nos hubieran preguntado qué país construir, habríamos aceptado este México?; ¿si el criterio fuese nuestra voluntad, habríamos producido este Partido, o esta familia, o esta escuela? Cuando Marx decía que la historia todavía no comenzaba porque hasta ahora las sociedades les habían caído a los hombres como fatalidad, y que el devenir histórico empezaría cuando con la Revolución decidiéramos por fin concientemente el mundo en que querríamos vivir, el autor de El Capital no hacía sino recuperar el grano emancipador contenido en el contractualismo clásico.
Comentarios parecidos podrían hacerse en relación, por ejemplo, a la noción rawlsiana de "Velo de ignorancia". Quizá uno de sus aspectos sea el subrayado por Díaz-Polanco, esto es, que elimina toda referencia cultural de los sujetos que acuerdan la justicia, pero también es cierto que el Velo constituye un poderoso dispositivo argumental que permite pensar, e incluso volver operacional, un problema que subyace a toda reflexión relativa al cambio social, a saber, ¿cómo podría ser posible que los dominadores, en cualquier sentido o dimensión del término, accedieran alguna vez a la construcción de un orden justo, si ello supusiera el riesgo de que fuesen desbancados de su posición de dominio? El Velo, el olvido, es una condición del cambio social (e incluso personal); y el precepto rawlsiano, conocido en la literatura como maximin –la regla de dar más a los que en el nuevo orden resulten peor colocados- parece ser un requisito para cualquier acuerdo de transformación social viable mientras no vivamos en un mundo perfecto, sin desigualdad. ¿La filosofía rawlsiana hace apología de la disparidad social? Tal vez, pero no sólo. La lectura que de ella se haga forma parte de la lucha de clases en la teoría.

V
La filosofía moderna llega a ser tan crítica que desemboca con frecuencia en el nihilismo. Todo ha de ser sometido al examen de la razón, incluida, desde luego la propia raigambre cultural, las tradiciones, la identidad. Nada que no apruebe el test racional podrá ser aceptado. Incluso la razón misma habrá de cribarse en el marco de su autosospecha. Todo este juego se vierte, sin residuo, como mostró Nietzsche, en la negación, en el no a la vida.
Cuando Héctor Díaz-Polanco sugiere agregar al montaje de la "posición original" rawlsiana el metaprincipio del respeto a la diversidad, más que un precepto de teoría de la justicia, en sentido estricto, está enarbolando una afirmación vital, de salud mental, contra el nihilismo. Está diciendo que no hay que renegar de entrada de toda la vida tal como nos ha sido dada; que el hecho de haber nacido en una determinada ubicación geoantropológica no tiene porque ser una condena, una vergüenza, ni experimentarse como destino trágico. Hay, puede haber, al contrario, un elogio de la particularidad, un gozo de la diversidad.
Porque a pesar de todo el autor nos ofrece esa mirada afirmativa, ese sí a la vida con sus identidades incluidas, sorprende que otorgue tan poco crédito al potencial emancipador de las identificaciones “blandas” que en efecto produce el imperio en su funcionamiento actual. Ciertamente los apegos contingentes, provisionales; las redes de afinidades electivas ligadas al consumo, a las tecnologías y a las modas, no parecen ofrecer la resistencia al capitalismo que protagonizan las identidades duras o tradicionales, territoriales, arraigadas. Pero ¿cómo podemos saber si las agrupaciones cambiantes de estilos no acabarán, en su proliferación, provocando rupturas sistémicas insospechadas? La alegría por la pluralidad debería, tal vez, examinar la posibilidad de extender su alabanza a las nuevas diversidades.

VI
Después de desmontar concienzudamente las sutiles trampas del liberalismo -el ortodoxo y el multicultural- con su unidad básica del individuo incuestionable; después de realizar esa tarea propedéutica, crítica, negativa, el Elogio de la Diversidad nos lleva hasta el umbral de comenzar a pensar la pluralidad real del mundo como tal, en sí misma y en positivo. Aprehender las esferas de lo común en los propios términos de su lógica, ontología y ética, sin reducirlas a epifenómenos del individuo primero aislado y luego combinado. Héctor Díaz-Polanco resume en los siguientes términos el programa teórico filosófico para la izquierda de hoy:

La "adjetividad" de lo colectivo depende de la sustantividad de lo individual. Desde el punto de vista pluralista, pues, estamos faltos de una argumentación detallada e integral que permita fundar los derechos colectivos por si mismos, sin dependencia terminante del sostén individualista.

Un programa del pensar preciso y complejo que hasta en su forma de enunciación se hermana con la propuesta hecha por Alan Badiou, en El Ser y el Acontecimiento, en el sentido de concebir lo Múltiple puro, lo Múltiple sin lo Uno.
Después de haber irrumpido polémicamente en la filosofía, parece que Héctor Díaz-Polanco habrá de vivir mucho tiempo en ella. Se agradece.
________________
Gerardo de la Fuente es profesor-investigador en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, México.

No hay comentarios: